diumenge, 17 de febrer del 2013

Des del monestir

CREDO


L’any de la fe ens brinda l’oportunitat de rellegir el Credo de la nostra fe. Dic rellegir en el sentit fort de la paraula. Es tracta de fer aquell sa exercici de pensar, de fer raonable la fe que hem rebut resumida en les fórmules concises del Símbol. Aquest exercici de relectura hauria de culminar amb la formulació d’un nou text, nostre, encarnat en la nostra realitat concreta —un text no per a proclamar-lo en la litúrgia ni per a explicar-lo a la catequesi, però sí per a integrar-lo en la pròpia trajectòria vital. I, segons el temps i les forces de cadascú, aquest exercici hauria d’inspirar la redacció d’un comentari, d’una explanació —fem servir la paraula més tècnica— del Símbol. Per què no? Si més no, reprenguem alguna lectura clàssica que ens hi ajudi, com ara «La foi chrétienne», d’Henri de Lubac, per esmentar un teòleg de doctrina segura.

El símbol de la nostra fe —ja sigui el dels apòstols o el nicè— planteja un petit problema. Es presenta com un conjunt de dogmes tancats, de veritats perfectes. És a dir, es queda molt centrat en el nivell especulatiu, en l’àmbit intel·lectual. Comparem-lo amb el «Credo» de la fe d’Israel, el Shemà (Dt 6,4-9). És un text molt més dinàmic, que comença amb la paraula «escolta» adreçada al cor com a invitació a l’acolliment i a la resposta, com una crida a sortir, a deixar les pròpies seguretats. L’Escriptura planteja la fe no tant com un exercici intel·lectual —unes veritats a les quals cal assentir— ans com un diàleg, com un camí vital les fites del qual s’aniran plantant en el transcurs d’aquest intercanvi amical entre Déu i l’home-dona. Estaria bé complementar-los, el Credo i el Shemà. Al cap i a la fi la nostra fe és un empelt de l’arbre principal de la fe d’Israel.

La pràctica litúrgica antiga de l’Església preveia el lliurament (traditio) del Símbol per part de la comunitat cristiana al catecumen, el qual l’havia d’aprendre de memòria i després recitar-lo en veu alta davant la comunitat (reditio). Aquest dinamisme de traditio i reditio, de lliurament i retorn, de crida i de resposta, és pròpiament el dinamisme de la fe, el dinamisme que l’Església ens convida a renovar en aquest any i, especialment, en aquest temps de Quaresma. I no oblidem que la «Confessio fidei» és sobretot un exercici de lloança, que situa l’acte creient en el seu àmbit just de joia i de gratuïtat, com una fletxa que apunta cap a la Pasqua.

Publicat a Catalunya Cristiana, 1743, 17 febrer 2013

dimecres, 13 de febrer del 2013

Cuaresma

PEDAGOGÍA PARA UN ENCUENTRO

Iniciando el encuentro

Los relatos pascuales de las apariciones del Resucitado con sus discípulos y amigos, ante la dificultad de expresar lo inexpresable, presentan la realidad de la resurrección, esta nueva presencia de Jesús con los suyos, en clave de encuentro. Un aspecto tal vez poco destacado en las lecturas habituales de estos evangelios. Jesús se encuentra o, mejor, se reencuentra con los suyos. Es en el ámbito de este encuentro donde los discípulos podrán comprender y apropiarse el mensaje angélico de la resurrección, su contenido y su profundidad. Podría decirse lo mismo de los relatos de la Navidad.

Mi reflexión cuaresmal partirá de esta premisa, y voy a leer las distintas etapas del camino cuaresmal como una pedagogía para el encuentro. Mi intención es proporcionar algunas claves, en un ejercicio de lectio divina, para la relectura de los grandes textos del catecumenado cuaresmal que nos permitan recuperar la vivencia y actualización del misterio pascual como una fuente real de reconciliación en nuestra vida, en nuestra sociedad, en nuestro mundo.

Encuentro

El sustantivo «encuentro», y también el verbo «encontrarse» son polisémicos y, de entrada, plantean alguna dificultad. Encontrarse con alguien, en efecto, significa también topar con él, distanciarse de él, oponerse a él. De hecho, etimológicamente, es este su significado primario, del latín in contra. Un punto de vista interesante en realidad para nuestra reflexión. El verdadero encuentro con Dios nace del desencuentro, de la perplejidad en que nos deja sumidos la percepción de su inmenso misterio. «¡No me toques! ¡Déjame ir!» leemos en uno de los relatos de encuentro pascual (Jn 20,17). De este desencuentro nace paradójicamente el itinerario que llevará a los discípulos, con María Magdalena, a encontrarse con el Resucitado.

Profundicemos más: es en la soledad del desencuentro done tiene lugar el verdadero encuentro con Dios, con los otros y con uno mismo. Y la pedagogía de la Cuaresma va por ahí. La Cuaresma es el largo camino del desencuentro para aprender el encuentro. Del jardín del paraíso, atravesando el desierto de la Cuaresma, para llegar de nuevo al jardín, el jardín del Sepulcro, donde brota el árbol de la vida —la cruz victoriosa— y donde tiene lugar el encuentro con el Resucitado.

Un relato preliminar (Gn 45,1-15)

«José besó a todos sus hermanos y lloró sobre ellos. Después de esto, sus hermanos hablaron con él.» (Gn 45,15)



José y sus hermanos. Un relato conmovedor, fácil de leer, amable, lleno de color, de sentimientos y de detalles humanos. Os lo propongo como marco de nuestra reflexión, como punto de partida para el itinerario cuaresmal, en parte por su valor simbólico, por ser el espejo de los relatos pascuales del Evangelio. Podríamos haber empezado con otro relato del Génesis, el de la caída de nuestros padres, el relato protológico del primer desencuentro entre los hombres —entre ellos mismos— y con Dios. Pero prefiero empezar con este relato paradigmático, ya que, en realidad, nos remite al primer desencuentro, al problema de la humanidad y de la comunidad dividida, rasgada.

Este relato es una parábola de lo que le pasa a Israel. Israel, cuando busca comprenderse a si mismo mirándose en los mismos ojos de Dios —es lo que hace cuando «escribe» la Biblia como memorial de su Palabra—, cuando profundiza en su identidad, cae en la cuenta que lleva la división como una herida incurable en lo más hondo de sus raíces. No puede llegar a ser él mismo, no puede cumplir el proyecto de Dios sin antes curar esta herida, superar esta división, sin antes reconciliar lo irreconciliable.

La historia de José y sus hermanos es la historia de un proceso de reconciliación, que empieza con un desencuentro y culmina con un encuentro. Entre el desencuentro y el encuentro tiene lugar tota una pedagogía de la reconciliación. Es José quien, con su estrategia, que al principio puede parecer una venganza, suscita este movimiento. Ante la posible pérdida de Benjamín, surge de nuevo en los hermanos el amor y el valor de la fraternidad perdida. Solo entonces están preparados para recuperar el verdadero tesoro de la unidad. Es lo que se produce con el encuentro, cuando José se da a conocer, una escena que el autor nos ha contado con todo detalle y con una gran carga de emotividad y psicología.

Lo importante de este proceso es la figura de José, que se nos presenta como una anticipación del Mesías desde el principio del relato (Génesis 37 y siguentes) —hay muchos detalles que permiten dibujar esta figura mesiánica, como la predilección de su padre Jacob, por el hecho de ser el más pequeño, el hijo añadido, como indica su nombre de José, la túnica especial confeccionada para él, y, sobretodo, el lenguaje de los sueños que le presentan como centro del nuevo Israel reconciliado. Es por causa de José y en José que los hermanos culminan este proceso de reconciliación, y se encuentran de nuevo reunidos como pueblo nuevo de la esperanza, un proceso que llega a su ápice con la llegada solemne de Jacob, el padre, a la tierra de Gosén.

Os propongo, pues, actualizar el relato de José en nuestras vidas, para hoy, para vivir la Cuaresma como la gran oportunidad que se nos ofrece de prepararnos para el encuentro con Jesús Resucitado, el nuevo José, en quien los apóstoles, sus hermanos, el nuevo Israel, se encuentran de nuevo y se constituyen como comunidad. Voy a hacerlo releyendo con vosotros los cinco grandes relatos de los cinco domingos de Cuaresma del ciclo A, centro de la catequesis catecumenal de la iglesia primitiva.

1. Encuentro en el desierto (Mc 1,12-15)

«En seguida, el Espíritu le impulsó al desierto, y estuvo en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás. Estaba con las fieras, y los ángeles le servían.» (Mc 1,12-13)


El itinerario cuaresmal tiene su punto de inicio en el relato de las tentaciones de Jesús, común, como el del domingo segundo, a los tres ciclos del leccionario dominical. No voy a analizar las peculiaridades de cada evangelista. Nos servirá el relato de Marcos, esencial y sucinto. Los relatos de Mateo y Lucas releen y amplifican el tema de Marcos.

Jesús es llevado al desierto por el Espíritu. El verbo griego original, de significado fuerte, sugiere que Jesús es empujado, arrastrado, lanzado por el Espíritu al desierto. El icono es muy sugerente, ya que se presenta como la contra imagen del icono pascual del jardín/huerto del sepulcro donde Jesús se encuentra con la nueva humanidad —María Magdalena— que ha salido en su búsqueda. Es el icono previo y preparatorio de la Pascua. Jesús en el desierto, conviviendo con la naturaleza, alimentado por los ángeles, durante cuarenta días.

Se trata de un relato iniciático que quiere presentarnos a Jesús encontrándose consigo mismo en el marco de una relación con el entorno paradisíaco y con una clara proyección sobrenatural. Es la imagen del hombre original, según el proyecto de Dios, capaz de dialogar armoniosamente con la naturaleza y recibiendo la vida, el alimento, el sentido, de Dios mismo. Tentado por Satanás, como Adán y Eva en el paraíso. La tentación es la posibilidad de la libertad, la posibilidad de rechazar el proyecto de Dios o de aceptar colaborar con él. Son los elementos indispensables que hacen al hombre según el sueño original de Dios, un hombre llamado a colaborar con Él, pero con la libertad de responder sí o no a esta llamada. Un hombre capaz para el diálogo consigo mismo y con los demás, con Dios y con el entorno. Los cuarenta días, con su carga simbólica, sugieren la identificación plena de Jesús con el itinerario de Israel. En la Escritura los personajes individuales tienen siempre una dimensión corporativa que les sobrepasa. Eso se da también en Jesús, quien, con su itinerario personal, resume, recapitula y lleva a su plenitud el itinerario, el destino del pueblo de Israel.

En el desierto, con las fieras —la naturaleza en estado puro— y los ángeles —la dimensión transcendente de la naturaleza que la sobrepasa y la lleva más allá de sí misma— se produce el verdadero encuentro de la historia de Israel, que es la encarnación del proyecto de Dios, con Jesús, en quien se concreta el proyecto de Dios ya totalmente realizado como una ofrenda a la humanidad.

La Cuaresma nos invita a profundizar en este encuentro, partiendo de nuestra realidad concreta, para descubrir en Jesús la totalidad del proyecto de Dios que se nos ofrece constantemente como don para ser acogido y como tarea para ser verificada y vivida. Encontrarse con Jesús. De esto se trata. Es por esta razón que hablamos de la Cuaresma como de una pedagogía para el encuentro. Como los hermanos de José, necesitamos un proceso para reconocerle, para aceptar su abrazo, para cerrar las heridas del desencuentro, para aceptarle, en definitiva, como don de Dios para nuestras vidas, para aceptarle como el que nos trae la vida de Dios.

El desierto, como marco simbólico para nuestra Cuaresma, resume las condiciones necesarias para la escucha y la acogida de la Palabra de Dios. Es el lugar del silencio y de la soledad, el lugar de la verdad, el lugar de las cosas esenciales, del tú a tú con uno mismo y con Dios. El lugar de la libertad. Por esto, el punto crucial de la historia de Israel es el encuentro con Dios en el desierto, en el Sinaí, una montaña, donde el pueblo liberado recibe el proyecto de Dios, un proyecto que tendrá que concretar en la historia humana, en la historia de los hombres, con los proyectos de los hombres, para que el desierto se convierta en un jardín.

2. Encuentro en la montaña (Mc 9,2-8)

«Seis días después, Jesús tomó consigo a Pedro, a Jacobo y a Juan, y les hizo subir aparte, a solas, a un monte alto, y fue transfigurado delante de ellos.» (Mc 9,2)


El segundo icono del itinerario Cuaresmal, el del domingo segundo, nos traslada del desierto a la montaña, marcando así un punto álgido en nuestro camino. Es como una elevación, una superación, del icono anterior, después de los cuarenta días de estancia de Jesús en el desierto.

El encuentro de Jesús con Moisés y Elías en la cumbre del monte Tabor, monte que nos remite al monte Sinaí, sella el proceso de identificación de Jesús con el itinerario de Israel, su pueblo. En efecto, la Ley —Moisés— y los Profetas —Elías— hacen converger sus miradas en la persona de Jesús como realización plena del proyecto de Dios en la historia de los hombres. El proyecto de Dios manifestado en las palabras de la Torá y concretado como tarea en la historia en los Profetas, aparece ahora diáfano en el rostro transfigurado de Jesús, nuevo Moisés y nuevo Elías.

La luz del Transfigurado llena de sentido nuevo las palabras del Sinaí y los oráculos de los profetas, que son la boca de Dios —como la misma Torá— en la historia. Pero también es cierto que la luz de la Torá y de la Profecía suman su resplandor al del Transfigurado, es decir, nos ayudan a comprenderlo con plenitud. Se repite aquí el proceso que guió a los Magos hasta el Mesías Jesús: necesitaron, además de la luz de una estrella nueva, la vieja luz de las Escrituras de Israel (cf. Mt 2,1-11).

El encuentro con nosotros mismos, la profundización en nuestra identidad personal que nos sugería el primer icono, el icono del desierto, no puede prescindir de la referencia más concreta a la Escritura que ilumina nuestro camino, nuestro acceso a Jesús y a su realidad, a la comprensión de su identidad como salvación y sentido para nosotros y para nuestra historia.

En nuestro camino cuaresmal deberemos complementar la austeridad propia del desierto con la escucha —lectura— de la Palabra de Dios. Nos lo sugieren los motivos ya tradicionales de la Cuaresma, el ayuno y la oración. Leer la Palabra de Dios, en un clima de oración, como un mapa que nos ayuda a comprender, a descifrar la realidad, nuestra realidad, como realidad de Dios. A transfigurar esta realidad con la luz del Transfigurado-Resucitado que brilla, como en un espejo, en su Palabra. En el difícil camino de nuestra comprensión de la realidad, de la búsqueda de su sentido, nos es del todo imprescindible este encuentro transfigurador con la Escritura, con la Palabra viva, este Verbo encarnado en donde convergen las miradas del Antiguo y del Nuevo Testamento, la voz de la Torá y de los Profetas y la voz de los apóstoles y discípulos de Jesús que se encuentran también en la cumbre de la montaña. La única voz que puede llenar de sentido el silencio del desierto.

La limosna, que en el lenguaje cuaresmal significa la ética de la caridad y de la justicia para con los demás, debe ser alimentada por el ayuno y la oración, por la escucha y el diálogo, por el desierto y el silencio. Desde este punto de vista la Cuaresma se convierte para todo cristiano en cuarenta días de ejercicios prácticos y espirituales que nos ayudan a liberararnos de nuestros demonios y nos preparan para el encuentro.

3. Encuentro en el pozo (Jn 4,1-42)


«Jesús llegó a una ciudad de Samaria llamada Sicar, cerca del campo que Jacob había dado a su hijo José. Estaba allí el pozo de Jacob. Vino una mujer de Samaria para sacar agua, y Jesús le dijo: —Dame de beber.» (Jn 4,6-7)

El tercer domingo del tiempo de Cuaresma, en su ciclo A, nos pinta el tercer gran icono de nuestro itinerario. Se trata del icono del encuentro de Jesús con la mujer samaritana junto al pozo de Sicar. El texto nos precisa que se trata del pozo de Jacob, en los terrenos que este había cedido a su hijo José. El don nuevo de Dios, que nos trae Jesús con su presencia, con la dinámica de su encuentro, no puede prescindir, una vez más, de la referencia a la Escritura, la tierra fértil en donde se enraíza la historia de la salvación, la historia del encuentro de Dios con los hombres.

Jesús se encuentra con una mujer que, además, es samaritana, es decir, proscrita. «Los judíos no se tratan con los samaritanos» (Jn 4,9). Asistimos una vez más a la transformación de una historia de desencuentro en historia de encuentro y de diálogo. El dinamismo del rechazo se convierte en dinamismo de escucha y de acogida.

Esta mujer samaritana —se trata también de un personaje corporativo— representa la humanidad sedienta de sentido. La humanidad en camino, por las rutas polvorientas de la historia, con el cántaro vacío, buscando pozos donde calmar su sed, donde colmar su búsqueda. La idea del camino queda subrayada con mucha fuerza. Jesús mismo está en camino, los discípulos están en camino. Y es precisamente en un descanso de este camino, a la sombra amable del pozo, que Jesús se deja encontrar, como presencia refrescante, por la mujer sedienta. Jesús asume, comparte la sed la humanidad, la búsqueda de sentido de la historia. Él, que es en realidad el Pozo de aguas vivas, se deja caer, sediento y cansado, en un recodo del camino para implorar de una mujer la limosna de un poco de agua fresca. Porque solamente compartiendo la sed del hombre sediento puede Jesús calmar esta sed.

Creo que en nuestras relaciones humanas, en nuestros intercambios, nos falta a veces la sencillez del Maestro que se limita a pedirle agua a la mujer samaritana. Un gesto humilde, incluso desconcertante para la mujer, que inicia el camino del encuentro, la posibilidad del diálogo. Un diálogo que nace de la sorpresa, del desconcierto: «¿Cómo es que tú, siendo judío, me pides de beber a mí, siendo yo una mujer samaritana?» Dios irrumpe en lo cotidiano de nuestra vida con el arma de la sorpresa. Y es que casi siempre lo cotidiano oculta a nuestros ojos lo sorprendente y maravilloso del don de Dios, de lo que hace Dios en nuestra vida personal y en nuestra vida colectiva, es decir, en la historia. Tan sorprendente y maravilloso que, para colaborar con Él en su proyecto basta tan solo con ofrecerle agua... mejor todavía, prestarle nuestro cántaro vacío para que pueda sacar el agua viva que brota de nuestro interior.

En el encuentro con Jesús queda al descubierto lo más profundo de nuestra realidad, lo más crudo y áspero de nuestra sed de sentido. No es fácil descubrirse así ante Jesús y ante uno mismo, pero es la condición de la mayor libertad. A la samaritana, la orden de Jesús «Ve, llama a tu marido y ven acá» (Jn 4,16), la impulsa a algo muy similar al combate de Jesús con el tentador en el desierto. A encontrarse con ella misma, con su propia historia, con su propio fracaso, con sus propias frustraciones, con su propia soledad radical. «Bien has dicho: “No tengo marido”; porque cinco maridos has tenido, y el que tienes ahora no es tu marido. Esto has dicho con verdad» (Jn 4,17-18). La soledad de esta mujer es la soledad del pueblo de Israel cuando se aleja de su Dios. En otras ocasiones los profetas utilizan el símbolo de la mujer viuda y pobre como metáfora de la viudez del pueblo a solas sin su Dios, sin pan, sin agua, sin vida (cf. 1Re 17,8-16).

Hay algo que se repite en este relato y en el de las tentaciones de Jesús —el primer icono de nuestra Cuaresma. Después del encuentro con Él mismo, Jesús se va a anunciar el Reino de Dios. Después del encuentro con Jesús y con ella misma, la samaritana se va a anunciar el Reino —Jesús— a sus compatriotas. Y la clave de todo es el Espíritu. El Espíritu que empujó Jesús al desierto, el Espíritu que manifestó su presencia en el Tabor, el Espíritu que es Dios mismo y que reclama la verdad de nuestro culto y de nuestra ética.

La Cuaresma es para nosotros el tiempo del encuentro con Jesús en el pozo de aguas vivas de la Escritura que nos ayuda a discernir nuestra verdadera sed, nuestra pobreza, nuestros deseos, y nos ofrece al mismo tiempo la posibilidad de colmarlos con este movimiento que, del encuentro con Jesús, nos empuja al encuentro con los otros. Es un tiempo también para discernir la verdadera naturaleza de nuestra relación con Dios, eso que llamamos «religión», de discernir incluso el rostro de Dios: su rostro para mí y para los otros, para nosotros, este rostro que nos mira des del fondo del pozo de aguas vivas de nuestro corazón. A esta relación la llamamos culto, pero también ética, es decir, caridad, amor, entrega a los otros, encuentro. Encuentro con Dios, que se nos revela en Jesús, y encuentro con los demás, con el prójimo. Es lo que Israel aprendió en el desierto, en su lucha con el Dios vivo del Sinaí, alimentado por los ángeles con el maná del cielo. Y Jesús, hombre verdadero, lo aprendió en el desierto con sus tentaciones, alimentado por los ángeles con la Palabra de Dios, con el alimento de su voluntad. Es lo que los discípulos intuyen en el Tabor, con la experiencia de un encuentro que no puede ser retenido por ningún egoísmo personal, sino dejado, renunciado, en aras de una mayor libertad.

Nuestro alimento, en el desierto de la vida y de la historia —léase así la metáfora de los cuarenta días de la Cuaresma— es hacer la voluntad de Dios. Es depender de Él. Referenciar en su realidad, en la Realidad, nuestra libertad, nuestra realidad, nuestra precariedad. En Jesús, como en José, figura de Jesús, Dios se nos ofrece como alimento, como vida, como posibilidad, como futuro, como sentido, como plenitud.

4. Encuentro en la piscina del «Enviado» (Jn 9,1-41)

«Mientras pasaba Jesús, vio a un hombre ciego de nacimiento. Escupió en tierra, hizo lodo con la saliva y con el lodo untó los ojos del ciego. Y le dijo: —Ve, lávate en el estanque de Siloé —que significa enviado—. Por tanto fue, se lavó y regresó viendo.» (Jn 9,1.6-7)


Ya a estas alturas no nos sorprende que el agua sea un tema recurrente en las catequesis destinadas a instruir a los candidatos a la iniciación cristiana, que se preparan para recibir el bautismo precisamente en la noche de la Vigilia Pascual. El relato del ciego de nacimiento es, desde este punto de vista, ejemplar, en el sentido pleno de la palabra. Nos instruye sobre el significado del sacramento como iluminación, como acceso al misterio de Dios a través de la persona concreta de Jesús, de quien se habla también en el relato.

El encuentro tiene lugar esta vez en un lugar cercano a la piscina de Siloé. Y se trata de un ciego de nacimiento, de alguien que queda excluido de la realidad, de la luz, por una tara de nacimiento. Antes se trataba de una mujer proscrita por un doble motivo, por ser mujer y por ser samaritana. El ciego, por su parte, además de no ver la luz del día, carga con las culpas de los pecados de sus padres, según piensan comúnmente sus coetáneos. También en esta ocasión la ceguera del hombre, este esencial desencuentro, será ocasión para las obras de Dios, para el encuentro con Él, para la manifestación y el reconocimiento de su presencia. Este es el sentido que le da Jesús, Él que se presenta como luz, como sentido y significado del mundo.

Se abre el relato un signo claramente sacramental, que puede remitir, o no, a la práctica bautismal de la comunidad receptora de la catequesis. El barro, amasado con tierra y agua, remite a las fuentes originales de nuestra realidad humana. Es que, sin duda, la vida que recibimos a través de los sacramentos nos restaura en nuestra plenitud y en nuestra dignidad humana. Realza lo más noble, lo más acorde con el proyecto de Dios de nuestra condición. Para el ciego, el camino a la fuente de Siloé, que significa «enviado», es como un viaje a los fundamentos de su existencia, a las fuentes mismas de la vida de Dios que brotan en su interior, como lo es para la samaritana la invitación a achicar el agua del pozo.

Me parece importante ahondar algo en la dinámica del envío, una palabra relevante en el relato. Para Juan, el cuarto evangelista, Jesús es por esencia el Enviado. Alguien que viene de parte de Alguien. Y su misión en el mundo es, a su vez, enviar. La intervención salvadora de Dios en la historia se concreta en esta Palabra, en este dinamismo del envío, que no deja la Palabra encerrada en sí misma, y que nos hace participar de la misma esencia de Dios, el que envía, y nos convierte para el mundo en artífices de luz, de bendición y de vida. El ciego recobra la vista al aceptar esta misión de envío de parte de Jesús, el Enviado. También él, el ciego, en su ceguera, en su desencuentro radical, es llamado a ser mensajero de la salvación para el mundo, a reflejar algo de la luz de Dios en las tinieblas de los hombres.

En nuestro relato, el encuentro con Jesús se convierte para el ciego en el desencadenante de un verdadero proceso de confrontación, de encuentro consigo mismo, de purificación de su identidad, una identidad que se irá definiendo en relación con la identidad de Jesús y en relación con la identidad de los otros —sus vecinos, sus padres, los fariseos. Desde el principio el ciego sabe que es él mismo, el que pedía limosna, pero no sabe quién es Jesús. Una certeza y una incerteza. El desencuentro, también ahora, es el punto de arranque de la búsqueda.

¿Quién es Jesús en realidad? ¿Cuál es su verdadera identidad? En el fondo se trata de discernir si Jesús viene de Dios o, al contrario, es un pecador. Es el mismo proceso que vivió Jesús en su confrontación personal en el desierto: descubrir como misión divina lo insignificante, lo humano, lo cotidiano, frente a la tentación de lo grandioso y espectacular, del poder y de la autocomplacencia. El proceso es ahora tarea del discípulo, del iniciado en el seguimiento de Jesús. El ciego es prototipo del discípulo que se encuentra con Jesús y tiene que posicionarse respecto a Él.

En este juicio —se trata, en efecto, de un verdadero juicio, anticipación del juicio al que será sometido Jesús mismo a las puertas de su pasión— salen a colación los personajes del segundo icono de nuestro itinerario, que aparecían también en el relato de la samaritana: Moisés y los Profetas, la Ley y su encarnación en la historia según la fe de Israel. A los fariseos, escuchar a la Ley y a los Profetas no les ha curado de su ceguera, porque no se han encontrado con Jesús, en quien convergían las miradas de la Ley y de los Profetas. Para encontrarse con Jesús, para aceptarle, para descubrirle, es necesario pasar por este proceso de discernimiento interior, escuchar la voz de la Ley y de los Profetas no como algo externo, ajeno, sino como algo objetivo y a la vez existencial que me incumbe en las raíces mismas de mi ser.

Después de este proceso, de esta lucha, de este juicio, que para el ciego comporta el ser excluido de las viejas estructuras, se produce el verdadero encuentro con Jesús, el encuentro de la fe, el único que nos revela el rostro de Jesús como culminación de la Ley y los Profetas, como luz del mundo. Tanto el relato de la mujer samaritana como el del ciego de nacimiento subrayan la novedad y la superioridad del acontecimiento Jesús respecto a la Ley y a los Profetas. Jesús es más grande. En realidad los textos quieren indicar que en Jesús acontecen la Ley y los Profetas de un modo definitivo: Jesús es, en definitiva, la Ley y los Profetas hechos acontecimiento.

La Cuaresma es para nosotros el tiempo favorable de este discernimiento para dejar que Jesús sea realmente lo más grande, lo más decisivo y trascendental. Una invitación a dejar lo viejo y a optar por lo nuevo. Una invitación a descubrir a Jesús que nos desvela su identidad por la mediación de un diálogo, de su palabra actuada, verificada en la historia: «Le has visto, y el que habla contigo, Él es» (Jn 9,37). El icono por excelencia de Dios es su palabra, su Palabra encarnada, concretada, hecha carne e historia en Jesús, el Enviado del Padre.

5. Encuentro en Betania (Jn 11,1-44)

«Jesús dijo a Marta: —Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí no morirá para siempre. ¿Crees esto?» (Jn 11,25-26)


El último icono de nuestro itinerario, de nuestra pedagogía para el encuentro, nos sitúa en Betania, que es de entrada el lugar de la muerte y, al mismo tiempo, la puerta de la vida, la casa de los que todo lo esperan de Dios —si atendemos a la etimología del topónimo. Jesús se encuentra en Betania con dos mujeres afligidas por la pérdida del hermano, Lázaro. Son Marta y María, metáforas de la humanidad y de su perplejidad y su duda ante el límite infranqueable de la muerte, que es absolutamente la referencia de la libertad y del sentido del hombre.

«Betania —nos dice el narrador— está cerca de Jerusalén». Estamos cerca del desenlace, de la revelación del sentido. Porque Jerusalén es la meta del camino y Betania (la muerte) tan solo la penúltima etapa.

El encuentro de Jesús con las hermanas se verifica en dos momentos sucesivos, como marcando una progresión. Primero se produce el encuentro con Marta, a la entrada del pueblo. Es el lugar de la fe, atrio y puerta de la verdad. Por eso a Marta se le pide creer en Jesús como resurrección y como vida. No en la resurrección y en la vida como algo probable situado en el futuro escatológico, sino como algo que irrumpe en el presente y en lo cotidiano de la visita de Jesús, el Enviado: «Yo soy la resurrección y la vida». Y la condición para aceptar a Jesús es la fe. La fe entendida como un gesto de confianza y de abandono en su persona y en su palabra: «Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero ahora también sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo dará» (Jn 11,21-22). Es la expresión de una confianza que no pone condiciones ni pide pruebas a cambio. Si Marta representa a la humanidad que acoge, que recibe, María representa a la humanidad que se deja acoger en el amor y la confianza.

En un segundo momento, Jesús es llevado al lugar del sepulcro, al lugar de la verificación de la fe. Al lugar del encuentro. «Era una cueva y tenía puesta una piedra contra la entrada», explica el evangelista (Jn 11,38). Sólo la fe que nace y se nutre de la oración pude apartar, romper la piedra de la entrada. Estamos ante la metáfora de una nueva creación, ante la anticipación de lo que sucederá pronto en Jerusalén, junto a la entrada de otra cueva también cerrada con una piedra.

En las dos etapas del proceso del encuentro en Betania se subraya con mucha fuerza el valor de lo humano, la calidad y la emotividad de los sentimientos, de los gestos, de las palabras. A veces pensamos que la fe nos sitúa fuera de lo humano, y que el encuentro con Jesús tiene que superar este ámbito de lo humano, como en un encuentro en la «tercera fase». El relato realza el dramatismo de las palabras y de las situaciones, el peso de la muerte y la oscuridad del dolor, el desconsuelo y la soledad de las hermanas. Y el de Jesús, que ha perdido a su amigo, que ha perdido, en definitivo, la posibilidad de su encuentro humano como camino para el encuentro con Dios. Las lágrimas del Maestro, máxima expresión de lo humano, se convierten en la puerta de la fe, en la esperanza de la vida, en la recuperación del encuentro. Son las lágrimas de José y sus hermanos, y son las lágrimas de María Magdalena en su búsqueda junto al sepulcro vacío y en su diálogo con el Hortelano.

«Desatadle y dejadle ir» (Jn 11,44). El camino continúa, la ruta prosigue hacia el encuentro definitivo en el jardín del sepulcro vacío, el de Jesús.

Rehaciendo el encuentro

Hemos aprendido algunas claves del encuentro con el Resucitado. Así es como hemos definido o presentado al principio el sentido de la Pascua, y lo hacíamos con el relato paradigmático del encuentro de José con sus hermanos. Un relato que ha debido de inspirar las escenas pascuales de las apariciones de Jesús y su encuentro con los discípulos, y el reconocimiento por parte de éstos de su presencia.

El misterio pascual, para el cual nos prepara la Cuaresma, se verifica en el misterio del encuentro y de la acogida. En la tradición benedictina poseemos un bello y expresivo relato, sacado de la vida de San Benito de Nursia escrita por San Gregorio Magno —Libro II de los Diálogos— que ilustra con frescor y viveza esta realidad.

«Bastante lejos de allí vivía un sacerdote que había preparado su comida para la fiesta de Pascua. El Señor se le apareció y le dijo: “Tú te preparas cosas deliciosas y mi siervo [Benito] en tal lugar está pasando hambre”. Inmediatamente el sacerdote se levantó y en el mismo día de la solemnidad de la Pascua, con los alimentos que había preparado para sí, se dirigió al lugar indicado. Buscó al hombre de Dios a través de abruptos montes y profundos valles y por las hondonadas de aquella tierra, hasta que lo encontró escondido en su cueva. Oraron, alabaron a Dios todopoderoso y se sentaron. Después de haber tenido agradables coloquios espirituales, el sacerdote le dijo: “¡Vamos a comer! que hoy es Pascua”. A lo que respondió el hombre de Dios: “Sí, para mí hoy es Pascua, porque he merecido verte”. Es que estando como estaba alejado de los hombres, ignoraba efectivamente que aquel día fuese la solemnidad de la Pascua» (Diálogos II,1).

San Benito, en su primera fase de anacoreta, vive olvidado del mundo en su cueva de Subiaco, a solas consigo mismo y con Dios. Ni siquiera sabe que es Pascua. Lo sabrá al verificar el dinamismo de la acogida y del encuentro con el otro: «Sí, para mí hoy es Pascua, porque he merecido verte». En efecto, el gozo y la luz de la resurrección se verifican en este encuentro humano y fraternal. Así la acogida y el encuentro del hermano —San Benito lo plasmará en su Regla— es sacramento de Pascua, sacramento del Resucitado, Cristo vivo presente en sus hermanos.

Para la dinámica del encuentro tenemos las claves de la Escritura, la Ley, los Profetas y la Nueva Ley, que es el Evangelio. Son una referencia imprescindible, objetiva, que nos ayuda a poner nombre, a «empalabrar» los procesos humanos e históricos en que se desenvuelven nuestros itinerarios vitales. Eso lo hemos aprendido en los dos primeros iconos de la catequesis cuaresmal. El encuentro con uno mismo en el desierto y el encuentro con Dios en la montaña con la ayuda de su Palabra. 

Los tres iconos siguientes, la samaritana, el ciego de nacimiento y Lázaro, nos desvelan la profunda interacción de los procesos humanos con los procesos de Dios. Es en este encuentro entre lo humano y lo divino donde se produce el verdadero, el definitivo Encuentro. El misterio pascual marca en realidad la culminación de este proceso, el proceso de la realidad asumida por Dios a partir del primer desencuentro. El acto de la creación es ya un acto de desencuentro, en la medida en que Dios establece una separación entre lo que es Él y lo que no es Él, es decir, el ámbito de lo creado. Solo a partir de este desencuentro inicial, de este vaciamiento de Dios, se da la posibilidad de un verdadero diálogo, de una verdadera pedagogía del encuentro, que culmina con la Pascua del Resucitado, donde el hombre y la creación son reasumidos de nuevo, recapitulados, encontrados por Dios para ser llevados a su verdadero destino según su mismo proyecto.

Los procesos humanos de la mujer samaritana, del ciego de nacimiento, de Marta y de María y de Lázaro se entretejen misteriosamente con los procesos de Dios para llenarse de sentido, para llenar de sentido la realidad misma. Unos procesos que se desencadenan a partir del encuentro con Jesús, el Hombre-Dios, en quien Dios y la Humanidad se han encontrado perfectamente. Pero sin la mediación de estos procesos no es posible establecer el Encuentro. Jesús no llega a la samaritana, al ciego, a Marta y María con una respuesta mágica, con una solución radical e instantánea, sino con una súplica: «Dame de beber»; con un gesto: «hizo lodo con la saliva y con el lodo untó los ojos del ciego»; con una invitación a la fe y a la confianza: «¿Crees esto?». En realidad, el hombre-mujer debe encontrar en las fuentes de su interioridad (el pozo, la piscina, el sepulcro) el agua para el camino, la palabra para el diálogo, el abrazo para el encuentro.

La sociedad actual en la que se desenvuelven nuestros procesos, nuestra historia, reclama de nosotros una profundización y un conocimiento cada vez mayores de nuestra interioridad. Como cristianos tenemos la obligación de ser muy serios en esta tarea. Lo pide la calidad de los encuentros que después seremos capaces de establecer con los otros, en quienes en definitiva se verifica el encuentro de Dios con su criatura, el misterio de su Pascua. La Cuaresma es este espacio temporal en el que se nos ofrece la posibilidad de renovar y recuperar esta tarea. San Benito, en su Regla (c. 49) desea que este sea el espacio ideal y perenne del monje. Toda la vida del monje, según San Benito, debe ser una Cuaresma, un aprendizaje del encuentro, que se verifica en el servicio concreto a los demás, a los hermanos y a los forasteros. Para San Benito, en efecto, el amor lleva el nombre de servicio, y el servicio es la verificación del amor, ya que es en el servicio donde se produce el verdadero encuentro.

Como Dios que se reencuentra con su criatura cuando en Jesús se inclina para lavarle los pies heridos y sucios por las piedras y el polvo del camino.

Publicat en castellà a Vida Nueva, 2835 (2013) 23-30.
9-15 febrer 2013