divendres, 24 de maig del 2013

Pentecostés


LOS FRUTOS DE PENTECOSTÉS

«En el principio creó Dios los cielos y la tierra. Y la tierra estaba sin orden y vacía. Había tinieblas sobre la faz del océano, y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas» (Gn 1,1-2).

Pascua granada

En catalán es muy popular la expresión «Pascua granada» (de grano, referida a Pentecostés) y «Pascua florida» (referida al Domingo de Resurrección). Ignoro si lo es también en castellano. La sabiduría popular —mucho más antes, cuando la gente vivía en armonía con los ritmos de la naturaleza, de las estaciones, acorde también a los ritmos del calendario litúrgico—sabe captar de una forma intuitiva, pero no menos profunda, las realidades fundamentales del misterio cristiano.

La Pascua florida, con la resurrección del Señor en tiempo primaveral, nos sitúa en el ámbito de la belleza, de la gratuidad y de la alegría. En el ámbito de la promesa cumplida que es fuente de una nueva esperanza. La Pascua florida es el inicio de un proceso de maduración que culminará con la Pascua granada, cumplidos los cincuenta días del gozo pascual, con la efusión del Espíritu, que supone la revelación, la manifestación plena del misterio del amor de Dios para todos los hombres. Así pues, estos dos polos de una misma alegría y de una misma esperanza, Pascua florida, Pascua granada, la flor y el fruto, indican la tensión de un proceso de maduración y de crecimiento en lo esencial de nuestra fe. Este proceso, vivido en su ámbito litúrgico propio, actualizado cada año al compás del calendario, es el paradigma del proceso de la fe cristiana que debe ser actualizado y vivido por cada uno de los cristianos y cristianas.

Pascua florida es ante todo una fiesta de liberación, y la libertad siempre celebra algo nuevo. Se trata, situándonos en la perspectiva de Israel, del nacimiento de un pueblo que sale, pasando de un estado a otro, iniciando un camino, un proceso, un éxodo. Es en el hecho mismo de esta salida y de este paso (pascua) por las aguas de la libertad (Mar Rojo), que el pueblo inicia su historia como pueblo del Señor llamado a ser heraldo de la libertad de Dios y de la vida nueva que brota de la fuente del amor divino. La flor, para Israel, madura y se convierte en fruto en la montaña del Sinaí, en el encuentro con su Palabra. Éste es el contenido de la fiesta de Pentecostés en el calendario judío, vinculada también a una fiesta más popular de las cosechas: la espiga es un bello símbolo del fruto de la esperanza, cumplido ya en cada grano de trigo.

Se trata para nosotros, Iglesia de Cristo, de algo muy similar. Nuestro paso tiene lugar sacramentalmente con el bautismo, actualizado en cada Pascua. Y los cincuenta días del gozo pascual son el paradigma de nuestra vida cristiana, que camina hacia su maduración, hacia su fruto. En este proceso de crecimiento y maduración es fundamental el encuentro con la Palabra, que nos ayuda a «empalabrar» este proceso, a llenarlo de sentido, a asumirlo, a encarnarlo como algo real y concreto en nuestra vida. Se trata, sin embargo, de una Palabra que es Espíritu, es decir, que actúa la vida, una palabra llena de dinamismo, palabra en acto puro. Jesús, en efecto, une indisolublemente su Palabra con el Espíritu: «Las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida» (Jn 6,63). La Palabra, pues, es el vehículo a través del cual nos llega el Espíritu de Dios, o, si se quiere, es en la Palabra donde acontece el Espíritu y, con Él, la vida de Dios. Es la Palabra que guía la marcha del pueblo y de la Iglesia hacia su plenitud, es la Palabra que acompaña y sostiene nuestro proceso personal de fe y de adhesión a Dios. Es la Palabra que hace la historia y, con el Espíritu, nos ayuda a leerla e interpretarla, haciéndonos al mismo tiempo protagonistas de ella.

Se trata del Espíritu y nosotros, para llevar adelante los caminos de la historia. Jamás el Espíritu sin nosotros, jamás nosotros sin el Espíritu. Cabe recordar las lapidarias palabras finales del llamado Concilio de Jerusalén en un momento crucial de la historia de la Iglesia naciente: «Porque ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros no imponeros ninguna carga más que estas cosas necesarias» (Ac 15,28). Una sentencia que hay que relacionar y complementar con otra del mismo libro de los Hechos de los Apóstoles: «Después de llegar y reunir la iglesia, se pusieron a contarles cuántas cosas había hecho Dios con ellos, y cómo él había abierto a los gentiles la puerta de la fe» (Ac 14,27). «El Espíritu y nosotros», «Dios con nosotros», mejor que «por medio de», como a veces se traduce el original griego «met’auton». La historia, como proyecto de Dios para los hombres, es algo que se hace conjuntamente, con responsabilidad y libertad.

Quiero evocar otro pasaje significativo de la Escritura. Cuando el pueblo de Israel, madurado ya su proceso de liberación, pasa el río Jordán, conducido por Josué, preparándose para entrar en la historia, el arca se retira, esperando discretamente, en medio de las aguas, cediendo el paso a los hombres y mujeres del nuevo pueblo que acaba de encontrarse con la Palabra de Dios y se dispone a encarnarla. En la tarea conjunta de hacer la historia como concreción de su Palabra, Dios actúa con discreción, acompañando y alentando, dejando que sea el hombre y la mujer quien abra los caminos y surca los mares (cf. Js 3,17).

¿Qué dice el Espíritu a nuestra Iglesia?

La Pascua de Pentecostés nos brinda, hoy, la posibilidad de analizar, de releer la historia de los hechos recientes que han acontecido en la Iglesia y el mundo. Y debemos hacerlo con la clave que apuntaba antes, desde este «con» del Espíritu, que explica el modo de actuar de Dios en la historia de los hombres. Toda la liturgia pascual de este año 2013, la cifra que hemos marcado como con cincel en el cirio pascual, ha venido celebrándose con este punto de realismo y de enraizamiento siempre tan importante para no convertir el culto en algo ajeno a la ética y a la vida. Desde este punto de vista, ha sido para todos nosotros una liturgia auténticamente profética. Intentemos pues, con el Espíritu de inteligencia y de sabiduría, acercarnos algo al sentido de los acontecimientos eclesiales que han marcado el transcurrir de estos últimos días.

Acompañaré mis reflexiones con algunos textos de la Escritura  y, si no los comento directamente, es porque la misma realidad, los mismos acontecimientos, con su frescura y actualidad, cuando se leen a la luz del Espíritu, son su mejor comentario, la más inspirada y fecunda lectio divina.

Espíritu de discreción y de humildad: la renuncia de Benedicto XVI

«Cuando oyeron la voz del Señor Dios que se paseaba en el jardín en el fresco del día, el hombre y su mujer se escondieron de la presencia del Señor Dios entre los árboles del jardín» (Gn 3,8).

«Elías se levantó, comió y bebió. Luego, con las fuerzas de aquella comida, caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta Horeb, el monte de Dios. Allí se metió en la cueva, donde pasó la noche. Y he aquí que vino a él la palabra del Señor, y le preguntó: —¿Qué haces aquí, Elías? Y él respondió: —He sentido un vivo celo por el Señor Dios de los Ejércitos, porque los hijos de Israel han abandonado tu pacto, han derribado tus altares y han matado a espada a tus profetas. Yo solo he quedado, y me buscan para quitarme la vida. Él le dijo: —Sal afuera y ponte de pie en el monte, delante del Señor. Y he aquí que el Señor pasaba. Un grande y poderoso viento destrozaba las montañas y rompía las peñas delante del Señor, pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento hubo un terremoto, pero el Señor no estaba en el terremoto. Después del terremoto hubo un fuego, pero el Señor no estaba en el fuego. Después del fuego hubo un sonido apacible y delicado. Y sucedió que al oírlo Elías, cubrió su cara con su manto, y salió y estuvo de pie a la entrada de la cueva. Y he aquí, vino a él una voz, y le preguntó: —¿Qué haces aquí, Elías?» (1 Re 19,8-13).

Una clave de lectura de estos dos textos es que Dios se manifiesta, aparece, acontece en lo sencillo, en lo discreto, en lo humilde: en la brisa fresca del atardecer del Paraíso, en el sonido apacible y delicado del Sinaí. Quizá nuestras expectativas se identifiquen con lo espectacular, con lo más original, con lo nunca visto. Y, sin embargo, Dios nos pide el ejercicio de la sencillez como espacio para dejar acontecer su Palabra.

Para entender lo esencial del gesto de renuncia del santo padre Benedicto XVI es bueno recordar el día de su elección (19 abril 2005). En concreto, sus primeras palabras y el nombre que tomó como pontífice. Se definió a sí mismo como un humilde trabajador de la viña del Señor. La metáfora de la viña para explicar a la Iglesia es, a mi modo de ver, una de las más acertadas y sugestivas. Porque entronca a la Iglesia con la venerable tradición de Israel, como sarmiento elegido de la Vid que es Israel. La misma savia, que brota de la fuente del paraíso, anima la vida de Israel y de la Iglesia. Algo que Benedicto XVI ha tenido presente en su magisterio, en sus homilías, en su manera tan sapiencial de comentar la Escritura, sin prescindir de lo antiguo para anunciar lo nuevo.

Le hemos visto, durante 8 años, podar con esmero y humildad la viña, algo que recibió no como propiedad sino como administración, como tarea de servicio. Un humilde trabajador —administrador— que tomó el nombre de Benedicto, el santo patriarca de los monjes de Occidente, quien construye su proyecto monástico de búsqueda de Dios precisamente sobre los pilares de la humildad, de la obediencia, de la discreción y de la inteligencia sapiencial de la Palabra de Dios, que es espíritu y vida. En el nombre de Benedicto estaba contenido todo su programa, un programa que nunca quiso explicitar, sin duda para eclipsar cualquier protagonismo de su persona. 

Recientemente, en una valoración sobre su magisterio litúrgico, el doctor Jaume González Padrós destacaba en un escrito (Lecciones de espiritualidad litúrgica, Liturgia y Espiritualidad 2013/3, 135-138) el estilo humilde de Benedicto XVI como liturgo, su modo de celebrar, no como quien ejerce un dominio sobre el rito sino como quien se somete en perfecta obediencia a él, dejándose conducir por los gestos y por las palabras que, en el ámbito de la acción litúrgica, son el aliento del Espíritu. Creo que este buen hacer suyo en la liturgia es un poco el paradigma de todo su ministerio, que ha quedado para siempre como escondido y revelado a la vez bajo estas dos palabras de talante benedictino: discreción y humildad.

Entiendo la discreción como un modo de mirar la realidad, de leer los acontecimientos, de situarse ante ellos, sin ejercer dominio ni presión alguna sobre ellos. Es algo previo a la escucha y a la obediencia, otro de los rasgos de su pontificado. Creo que con él la Iglesia ha aprendido un poco más, y todos nosotros con él, a ponernos en actitud de escucha, como María de Betania a los pies del Maestro, situando a Marta —el activismo— en su justa perspectiva (cf. Lc 10,38-42). Después de Marta —Juan Pablo II— ha sido muy importante para la Iglesia sentarse con María —Benedicto XVI— a los pies de Jesús meditando su Palabra.

La lectio divina ha sido el modo privilegiado a través del cual Benedicto XVI ha concretado su escucha y su obediencia a la Palabra de Dios. Un rasgo, por lo demás, contenido también en el nombre de Benedicto, pues san Benito hace de la lectio divina el programa, el método de oración para los monjes. También en este sentido ha sido maestro. Con sus homilías, con sus catequesis, con sus discursos, nos ha enseñado a someternos a la Palabra, a dejarnos guiar por ella en vez de tomarla como adorno y justificación de nuestras propias ideas, algo que hacemos con frecuencia en nuestras homilías, que se convierten así en burda propaganda ideológica y no en cauce de la Palabra de Dios.

Para Benedicto XVI el proceso de su maduración en el Espíritu culminó con la decisión y el anuncio de renunciar al ministerio petrino como un último acto de servicio a la Iglesia, como un dejar las puertas abiertas para que el Espíritu pueda continuar con la Iglesia su camino a través del mundo. El humilde trabajador de la viña, Benedicto, pasaba el relevo al Espíritu y a la Iglesia, los cuales, juntos, deberían proseguir la marcha.

Su paso breve y discreto por la historia, por la viña del Señor, ha sido como la brisa suave del atardecer, como un sonido apacible y delicado. Creo que son buenas palabras del Espíritu para recordarle y amarle: suavidad, apacibilidad y delicadeza.

Espíritu de oración: el cenáculo de la Sixtina

«A vosotros no os toca saber ni los tiempos ni las ocasiones que el Padre dispuso por su propia autoridad. Pero recibiréis poder cuando el Espíritu Santo haya venido sobre vosotros, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta lo último de la tierra. Después de decir esto, y mientras ellos le veían, él fue elevado; y una nube le recibió ocultándole de sus ojos. Y como ellos estaban fijando la vista en el cielo mientras él se iba, he aquí dos hombres vestidos de blanco se presentaron junto a ellos, y les dijeron: —Hombres galileos, ¿por qué os quedáis de pie mirando al cielo? Este Jesús, quien fue tomado de vosotros arriba al cielo, vendrá de la misma manera como le habéis visto ir al cielo. Entonces volvieron a Jerusalén desde el monte que se llama de los Olivos, el cual está cerca de Jerusalén, camino de un sábado. Y cuando entraron, subieron al aposento alto donde se alojaban Pedro, Juan, Jacobo y Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé y Mateo, Jacobo hijo de Alfeo y Simón el Zelote y Judas hijo de Jacobo. Todos éstos perseveraban unánimes en oración junto con las mujeres y con María la madre de Jesús y con los hermanos de él» (Ac 1,7-14).

Uno de los iconos más sugestivos de Pentecostés es el de la comunidad integrada por los Apóstoles, los hermanos de Jesús, y María su madre con otras mujeres, en oración, en tensa y confiada oración de espera de la Promesa del Padre, el Espíritu de la verdad.

Este icono lo visualizamos y lo vivimos con intensidad durante los días posteriores a la renuncia del santo padre Benedicto XVI y, sobretodo, durante el cónclave para elegir al nuevo sucesor de Pedro. La Iglesia, cuando está en oración, expresa su identidad más profunda, se expresa ella misma como parte dialogante del proyecto de Dios que siempre se está construyendo. La renuncia de Benedicto XVI abrió este nuevo espacio profundo de reflexión y oración para la Iglesia, un espacio preparado a conciencia por Benedicto XVI, gracias a su lectio de la Palabra en el marco fecundo del año de la fe que tantas buenas sorpresas nos ha reservado.

Durante este tiempo pudimos profundizar en la realidad del «Espíritu y nosotros», del «Espíritu con nosotros», superando el tópico gastado de que es el Espíritu Santo quien elige al nuevo papa, para aprender una vez más que lo eligen los cardenales —la Iglesia— con el Espíritu Santo: no con la «asistencia» del Espíritu Santo, como si el papel del Espíritu fuera secundario, sino «con» el Espíritu Santo.

Ha sido un momento de gran libertad y de gran responsabilidad para la Iglesia. Una libertad y responsabilidad que se han actuado como don del Espíritu en el nuevo cenáculo de la capilla Sixtina, donde los ojos serenos del joven Juez, Jesús, dan sentido al caminar y a la historia de los hombres y las mujeres, donde el tapiz de la Creación extendido como un manto consolador se convierte en invitación a asumir la tarea de colaborar con Dios en la construcción de la casa de los hombres de la cual la Iglesia quiere erigirse, con su sencillez y su audacia, en modelo y paradigma.

Un momento para la reflexión, y también para el sueño y la esperanza. Muchos desearíamos en la Iglesia que esta libertad y responsabilidad, dones del Espíritu, se ejercieran en un ámbito de más colegialidad. Quizá al obispo de Roma debería elegirlo el colegio de los obispos, y no el colegio cardenalicio. Una colegialidad que debería extenderse también al gobierno de las iglesias locales y a la provisión de sus sedes episcopales. Esto también lo hemos intuido y deseado en estos días de oración, en el cenáculo de la Sixtina y en la plaza del mundo y en todas las iglesias, hogares y comunidades donde se rezaba con espíritu verdaderamente universal. Al fin y al cabo, la colegialidad, la sinodalidad, es algo inherente al camino de la Iglesia, y sin ellas no puede entenderse ni construirse. Es, a mi modo de ver, el filón más desaprovechado de la mina de oro del Concilio Vaticano II.

Espíritu que renueva la faz de la tierra: qui sibi nomen imposuit Franciscum

«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido el Señor. Me ha enviado para anunciar buenas nuevas a los pobres, para vendar a los quebrantados de corazón, para proclamar libertad a los cautivos y a los prisioneros apertura de la cárcel, para proclamar el año de la buena voluntad del Señor y el día de la venganza de nuestro Dios, para consolar a todos los que están de duelo, para proveer a favor de los que están de duelo por Sion y para darles diadema en lugar de ceniza, aceite de regocijo en lugar de luto y manto de alabanza en lugar de espíritu desalentado. Ellos serán llamados robles de justicia, plantío del Señor, para manifestar su gloria. Reconstruirán las ruinas antiguas y levantarán las desolaciones de antaño. Restaurarán las ciudades destruidas, las desolaciones de muchas generaciones. Los extraños estarán presentes y apacentarán vuestras ovejas, y los hijos de los extranjeros serán vuestros labradores y vuestros viñadores. Y vosotros seréis llamados sacerdotes del Señor; servidores de nuestro Dios os llamarán. Comeréis de las riquezas de las naciones, y con la gloria de ellas os nutriréis» (Is 61,1-6).

Sería una lectura muy apropiada para la fiesta de San Francisco de Asís. Leyéndola, le leemos a él, al pobre de Asís, como regalo de Dios para que vuelvan a florecer las ruinas descarnadas de la Iglesia.

Recuerdo la tarde del 13 de marzo. La pantalla del ordenador mostraba a una simpática gaviota posada en la cima de la chimenea de la capilla Sixtina, feliz y ocupada en picotear sus plumas, ajena a la expectación de la plaza, inconsciente de ser en aquellos momentos el centro del mundo. La amplitud de mi pantalla de ordenador permite con comodidad dar una ojeada a la chimenea y seguir con el trabajo, casi sin interrumpirlo. Por tener a mi cargo la organización de la liturgia de mi comunidad, tenía que estar al tanto de la chimenea. Después de Vísperas subí corriendo a mi despacho, y justo al mover el ratón, se iluminó en la pantalla la tan esperada fumata bianca. Quiso la casualidad que justo en aquel momento los cardenales echaran a la lumbre las papeletas de la elección exitosa del nuevo papa. Bajé corriendo a la iglesia y lancé todas las campanas al vuelo, para luego entrar en el refectorio y comunicarlo al P. Abad. En la hora y cuarto que siguió a la fumata bianca, la historia se tensó, como petrificada y expectante, con los ojos fijos en un balcón vacío. Quizá el Espíritu actúa así en la historia de los hombres, acompañándola silenciosamente, diligentemente, atento a su expectación y a su tensión. Me imagino algo semejante para Santa María después de la partida del ángel de la Anunciación. El Espíritu, cuando irrumpe en nuestro ámbito, abre espacios insospechados para la invención y la creatividad.

Al fin lo supimos. La obra del Espíritu se concretaba en un nombre —Jorge Mario Bergoglio, ahora Francisco— y luego en un rostro surcado por la timidez de la sorpresa y de una sonrisa. El Espíritu, con nosotros, lo había hecho. Era su obra, y la nuestra.

Sin duda, al término del pontificado del papa Francisco, podremos comprender del todo el alcance y el verdadero significado de los signos que se ofrecieron a nuestra contemplación y a nuestra acogida en la logia de la Basílica de San Pedro. Quisiera analizarlos, tal como los viví y, luego, los he ido profundizando.

La sencillez en el atuendo. Francisco de Asís también lo hizo, se desnudó, para mostrar al mundo que la Palabra de Dios debe ofrecerse así, limpia y desnuda, al margen de los poderes de los grandes de este mundo. Una Iglesia indefensa, que no desea aparentar, que se muestra tal como es, sin disfraz alguno, sin maquillaje, es, quizá, más vulnerable, pero al mismo tiempo más transparente, más creíble. Sabemos ya que uno de los temas recurrentes en la predicación del nuevo papa es este salir al encuentro de los otros, esta iglesia llamada a desprenderse de sus seguridades para acercarse, indefensa, tal como es, a la gente. Interpreto el signo del nuevo papa, con su atuendo sencillo, con la cruz pectoral de siempre… como una invitación a reinventar el lenguaje de la Iglesia, a encontrar nuevas palabras, las palabras de la sencillez y de la franqueza y, en el fondo, de la libertad y de la coherencia evangélicas. Imitando a Francisco, quizá la Iglesia debería prescindir en su predicación, en sus documentos, de muchos de los adjetivos que hacen cargante y a veces incomprensible su lenguaje.

Indicó luego algo muy importante, y lo dijo con palabras sencillas, casi haciendo broma. La tarea del cónclave era —apuntó— dar un nuevo obispo a Roma, la iglesia que preside a las demás en la caridad. Algo fundamental, de gran valor y alcance. Ya lo sabíamos, pero el recién elegido papa lo retomaba solemnemente como sello de su misión. Presidir en la caridad. Es decir, servir. Y no tanto el papa, sino la iglesia de Roma, es la que preside. La iglesia de Roma en su conjunto, como tal, como realidad, como acontecimiento local de la Palabra actuada por el Espíritu en la fe de los romanos. Por esto la liturgia de antes del Concilio nos recordaba en las rúbricas las distintas estaciones romanas al inicio de cada festividad o de cada domingo del calendario litúrgico, y nos lo sigue recordando y actualizando con la fiesta entrañable del 9 de noviembre, Dedicación de San Juan de Letrán, o con la fiesta —un poco más artificial— de la Cátedra de San Pedro el 22 de febrero. Es la iglesia de Roma la que preside a las demás iglesias y las sirve en el amor. Sin la vivencia seria y auténtica de esta colegialidad, de esta eclesialidad en el seno de la iglesia local, en Roma, no podría actuarse el servicio del ministerio petrino. La presencia novedosa en la logia de San Pedro del vicario del obispo de Roma para el gobierno de la diócesis, el cardenal Agostino Vallini, era el signo más elocuente de la fuerza con que Francisco, al iniciar su ministerio, quería subrayar esta realidad eclesial.

Sugiero que el papa —no se presentó como tal, sino como obispo de Roma, y así también se refirió a su predecesor al recordarle y pedir una oración por él— debería continuar y potenciar el ejercicio de la discreción que tanto ha caracterizado a Benedicto XVI. No pretendo que deba encerrarse de nuevo en el Vaticano —sería algo contrario a su deseo de una iglesia que sale  al encuentro de la gente, que se sienta en los cruces de los caminos, como bien demostró en la misa del quinto domingo de Cuaresma en la parroquia de Santa Ana en el Vaticano. Debería recuperar —ya lo ha hecho— el modo discreto y humilde de mostrarse ante la gente de Benedicto XVI, rehuir el baño de masas, el populismo que tiende a la papolatría, algo muy perjudicial para la colegialidad en la Iglesia. Creo que esto es algo indispensable, y que estaría en continuidad con su modo discreto de aparecer en el balcón ante la plaza de San Pedro.

Después de rezar por Benedicto XVI, el obispo emérito de Roma —cabe recordar que la consigna oficial llamarle papa emérito o sumo pontífice emérito—, y rezó con el pueblo con las oraciones sencillas y esenciales de nuestra fe, pidió para él mismo la oración de la iglesia de Roma, como un modo seguro, teologal, de iniciar el camino. También habló de este caminar juntos, el obispo y el pueblo, el pueblo y el obispo, algo muy similar al «Espíritu y nosotros» o «con nosotros». Caminar juntos: es lo que significa la palabra «sínodo». Ni más ni menos. Si el obispo de Roma y sus ovejas caminan juntos, en un ejercicio de confianza y de fraternidad —como también subrayó en sus primeras palabras— las iglesias locales y la que las preside en el servicio de la caridad podrán a su vez caminar juntas, sinodalmente, en un ejercicio constante y maduro de confianza y fraternidad. Quizá se encuentre aquí la semilla de esta nueva reforma que necesita la iglesia, de este retorno a sus fuentes, de este aprender de nuevo a caminar juntos, y no cada cual por su lado. La iglesia de Roma está llamada a ser maestra en este buen hacer: madre y maestra.

En una versión muy popular del Símbolo de los Apóstoles en catalán, el «Crec en un Déu», musicalizada por el presbítero mosén Lluís Romeu (1874-1937), y que no debe utilizarse en la liturgia, ya que el texto no es oficial, nos referimos a la Iglesia, después de la mención del Espíritu Santo, como católica, apostólica y romana. Una vez más la sabiduría popular, al introducir por su cuenta este añadido al texto canónico del símbolo, recuerda este servicio en la caridad que la iglesia de Roma es llamada a dispensar para con las demás iglesias. Del algún modo la Iglesia de Roma, con su servicio, es la garante de nuestra eclesialidad, es decir, de la comunión de todas las iglesias que forman la Iglesia. Escuché una vez a un diácono pedir en las preces de la Santa Misa por la iglesia universal. Primero pedía por la iglesia local y, luego, por la universal. ¡De ninguna manera! La iglesia universal no existe como entidad. Vive, se construye y se expresa en cada iglesia local —sería igualmente falso afirmar que la iglesia universal es la suma de todas las iglesias locales, ya que, además, la iglesia en su totalidad, la Iglesia en mayúsculas, atraviesa el tiempo y permanece a través de él por la acción del Espíritu. El servicio de la iglesia de Roma es vivir a fondo esta, podríamos decir, «localidad» de la iglesia o «domesticidad», encarnando el evangelio en lo concreto de un lugar, de un tiempo, de una geografía, de una historia, de una biografía. Eso es lo que debe enseñarnos la iglesia de Roma, caminando con confianza y fraternidad, obispo y pueblo conjuntamente.

Una iglesia que se pone a servir. Una iglesia que se desnuda y que se inclina ante los otros en un gesto de profunda humildad y realismo. Es lo que hizo el papa, ante el silencio del mundo, cuando pidió la oración del pueblo para impetrar la bendición del Señor. El nuevo obispo de Roma sabe que no es él el dispensador de la bendición, que no es él quien gobierna la barca, que no es él el propietario de la viña, sino un simple administrador, un humilde trabajador. Francisco imploró, con la oración de su iglesia para con él, la bendición de Dios para poder, a su vez, impartirla «urbi et orbe», primero «urbi», en la realidad de la iglesia local, y después «orbe», en el anhelo y la expectación de toda la iglesia, de la iglesia universal que camina a través del tiempo y del mundo.

El obispo de Roma se inclinaría otra vez la tarde del Jueves Santo para lavar los pies de los reclusos y reclusas de la cárcel romana para menores. Otra novedad del Espíritu, que puede incluso saltarse las rúbricas. ¡Para escándalo de los fariseos! Me considero amante de la liturgia y partidario de observar las rúbricas —es un sano ejercicio de humildad y obediencia— pero también recuerdo las palabras de Jesús: «no el hombre para el sábado, antes el sábado para el hombre».

Sólo una iglesia servidora, atenta al Espíritu, podrá reconstruir las ruinas antiguas y convertirse en aceite de regocijo y manto de alabanza para nuestro mundo herido y cansado.

Espíritu que entiende todo lenguaje: no igualdad, sino armonía

«Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. Y de repente vino un estruendo del cielo, como si soplara un viento violento, y llenó toda la casa donde estaban sentados. Entonces aparecieron, repartidas entre ellos, lenguas como de fuego, y se asentaron sobre cada uno de ellos. Todos fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en distintas lenguas, como el Espíritu les daba que hablasen. En Jerusalén habitaban judíos, hombres piadosos de todas las naciones debajo del cielo. Cuando se produjo este estruendo, se juntó la multitud; y estaban confundidos, porque cada uno les oía hablar en su propio idioma. Estaban atónitos y asombrados, y decían: —Mirad, ¿no son galileos todos estos que hablan? ¿Cómo, pues, oímos nosotros cada uno en nuestro idioma en que nacimos? Partos, medos, elamitas; habitantes de Mesopotamia, de Judea y de Capadocia, del Ponto y de Asia, de Frigia y de Panfilia, de Egipto y de las regiones de Libia más allá de Cirene; forasteros romanos, tanto judíos como prosélitos; cretenses y árabes, les oímos hablar en nuestros propios idiomas los grandes hechos de Dios. Todos estaban atónitos y perplejos, y se decían unos a otros: —¿Qué quiere decir esto? Pero otros, burlándose, decían: —Están llenos de vino nuevo» (Ac 2,1-13).

Dijo el papa Francisco dos días después de su elección: «Él, el Paráclito, es el protagonista supremo de toda iniciativa y manifestación de fe. Es curioso. A mí me hace pensar esto: el Paráclito crea todas las diferencias en la Iglesia, y parece que fuera un apóstol de Babel. Pero, por otro lado, es quien mantiene la unidad de estas diferencias, no en la “igualdad”, sino en la armonía. Recuerdo aquel Padre de la Iglesia que lo definía así: “Ipse harmonia est”. El Paráclito, que da a cada uno carismas diferentes, nos une en esta comunidad de Iglesia, que adora al Padre, al Hijo y a él, el Espíritu Santo». (Alocución a los Cardenales, Sala Clementina, 15 marzo 2013).

Después de su magisterio de eclesiología en la logia del Vaticano, faltaba este colofón, esta mención al Espíritu que hace a la Iglesia, que trabaja con la Iglesia, guiándola e inspirándola. Quizá sea esta la palabra justa para entender a la Iglesia, y para ajustarla al proyecto de Dios: armonía. La iglesia de piedras vivas es como un gran órgano, con sus tubos, juegos y registros, con todos sus matices, distintos y complementarios, pero perfectamente armonizados, que se convierten en belleza cuando el soplo del Espíritu transforma en sonido el vacío metal de sus tubos. Es una buena imagen, una metáfora sugestiva, retomada por cierto por San Agustín en su inspirado comentario al salmo 150 cuando afirma que las tubas, los címbalos, el órgano y las trompetas somos todos nosotros, cada uno con la música de su fe armonizada por el Espíritu para alabar al Señor.

La Pascua de Pentecostés, como plenitud de la Pascua de Resurrección, como plenitud del paso del Señor de la vida por la historia y la tierra de los hombres, hace aparecer sobretodo esta realidad gozosa y multiforme, polifónica de la Iglesia. El Espíritu garantiza su pluralidad y su armonía y, a su vez, nos empuja a vivir esta experiencia, nos empuja a comprometernos en este diálogo donde cada voz es importante, donde cada matiz debe ser tenido en cuenta y puesto al servicio del bien común, de la armonía que embellece y confiere plenitud con sentido. Babel —audaz metáfora de la iglesia en boca del papa Francisco— partiendo de y contando con su diversidad, su pluriformidad, está llamada por el Espíritu a caminar hacia un espacio común de sentido y de confianza, no en igualdad sino en armonía. ¿Será realmente éste, el fruto de la Pascua granada?

Continúa el papa: «Este Espíritu nos une en esta comunidad de Iglesia, que adora al Padre, al Hijo y a él, el Espíritu Santo». El horizonte aparece diáfano, y es el que da sentido a todo lo que hemos vivido y vivimos con el Espíritu como eclosión de la Pascua: ser alabanza, canto de adoración al Padre, al Hijo y al Espíritu, que son la fuente de la diversidad y de la unidad, la polifonía y la armonía en la comunión de la Iglesia.

La liturgia pascual, con el correr de sus cincuenta días, con la trenza infinita de aleluyas que vamos modulando los bautizados, nos enseña a ser adoradores, nos instruye en alabanza, nos hace expertos en adoración. Nos abre las puertas del retablo del Apocalipsis donde se desvela que el verdadero sentido de la historia, que el juicio del mundo y de la historia, es la alabanza, el gozo, la gloria.

«Después de estas cosas, oí como la gran voz de una enorme multitud en el cielo, que decía: “¡Aleluya! La salvación y la gloria y el poder pertenecen a nuestro Dios. Porque sus juicios son verdaderos y justos; pues él ha juzgado a la gran ramera que corrompió la tierra con su inmoralidad, y ha vengado la sangre de sus siervos de la mano de ella.” Y por segunda vez dijeron: “¡Aleluya!” Y el humo de ella subió por los siglos de los siglos. Y se postraron los veinticuatro ancianos y los cuatro seres vivientes y adoraron a Dios que estaba sentado sobre el trono, diciendo: “¡Amén! ¡Aleluya!” Entonces salió del trono una voz que decía: “¡Load a nuestro Dios, todos sus siervos y los que le teméis, tanto pequeños como grandes!” Oí como la voz de una gran multitud, como el ruido de muchas aguas y como el sonido de fuertes truenos, diciendo: “¡Aleluya! Porque reina el Señor nuestro Dios Todopoderoso. Gocémonos, alegrémonos y démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero, y su novia se ha preparado. Y a ella se le ha concedido que se vista de lino fino, resplandeciente y limpio.” Porque el lino fino es los actos justos de los santos. El ángel me dijo: “Escribe: Bienaventurados los que han sido llamados a la cena de las bodas del Cordero.”» (Ap 19,1-9).

Ven Señor Jesús


«El Espíritu y la esposa dicen: “¡Ven!” El que oye diga: “¡Ven!” El que tiene sed, venga. El que quiere, tome del agua de vida gratuitamente» (Ap 22,17).

El Espíritu es nuestro maestro en gratuidad y en alabanza. Es importante que la última palabra de la Biblia sea una metáfora esponsal, un ámbito de la vida humana que no puede vivirse a fondo sin gratuidad y sin gozo. La gratuidad y la alabaza confieren su verdadero sentido al horizonte de la creación y de la existencia humana. Es algo que ya se encuentra expresado en las primeras páginas de la Biblia, en las cuales el redactor sacerdotal presenta la Creación como obra de Dios orientada hacia el sábado, el descanso, la gloria, como su verdadero horizonte. El Espíritu es el encargado de preparar, anticipándolo de algún modo, este espacio en nuestra realidad, en nuestra historia, en nuestro caminar como iglesia. Nos lo ha corroborado la lectura de una parte de esta historia. Pero el sentido último de ella se encuentra en esta palabra, en este «Ven», el grito de la historia humana articulado conjuntamente por el Esposo y la Esposa, por el Espíritu (Dios) y su Iglesia.

Publicat en castellà a Vida Nueva, 2848 (2013) 23-30.
18-24 maig 2013

dimecres, 8 de maig del 2013

Declaració de sobirania

RECUPEREM LES VELLES PARAULES

No passareu, i si passeu,
serà damunt d'un clap de cendres;
les nostres vides les prendreu;
nostre esperit no l'heu de prendre.
Mes no serà per més que feu,
no passareu.
No passareu, i si passeu,
quan tots haurem deixat de viure,
sabreu de sobres a quin preu
s'abat un poble digne i lliure.
Mes no serà per més que feu,
no passareu.
No passareu, i si passeu,
decidirà més tard la història,
entre el botxí que clava en creu
i el just que hi mor, de qui és la glòria.
Mes no serà per més que feu,
no passareu.
A sang i foc avançareu
de fortalesa en fortalesa;
però, què hi fa! Si queda en peu
quelcom més fort: nostra fermesa.
Per ço cantem: per més que feu,
no passareu.

(Apel·les Mestres)


DECLARACIÓ DE SOBIRANIA
DEL POBLE DE CATALUNYA

Preàmbul

El poble de Catalunya, al llarg de la seva història, ha manifestat democràticament la voluntat d’autogovernar-se, amb l’objectiu de millorar el progrés, el benestar i la igualtat d’oportunitats de tota la ciutadania, i per reforçar la cultura pròpia i la seva identitat col·lectiva.

L’autogovern de Catalunya es fonamenta també en els drets històrics del poble català, en les seves institucions seculars i en la tradició jurídica catalana. El parlamentarisme català té els seus fonaments en l’edat mitjana, amb les assemblees de Pau i Treva i de la Cort Comtal.

Al segle XIV es crea la Diputació del General o Generalitat, que va adquirint més autonomia fins a actuar, durant els segles XVI i XVII, com a govern del Principat de Catalunya. La caiguda de Barcelona el 1714, arran de la guerra de Successió, comportà que Felip V abolís amb el Decret de Nova Planta el dret públic català i les institucions d’autogovern.

Aquest itinerari històric ha estat compartit amb uns altres territoris, fet que ha configurat un espai comú lingüístic, cultural, social i econòmic, amb vocació de reforçar-lo i promoure’l des del reconeixement mutu.

Durant tot el segle XX la voluntat d’autogovernar-se de les catalanes i els catalans ha estat una constant. La creació de la Mancomunitat de Catalunya el 1914 suposà un primer pas en la recuperació de l’autogovern, que fou abolida per la dictadura de Primo de Rivera. Amb la proclamació de la Segona República espanyola es constituí un govern català el 1931 amb el nom de Generalitat de Catalunya, que es dotà d’un Estatut d’Autonomia.

La Generalitat fou de nou abolida el 1939 pel general Franco, que instaurà un règim dictatorial fins el 1975. La dictadura va comptar amb una resistència activa del poble i el govern de Catalunya. Una de les fites de la lluita per la llibertat és la creació de l’Assemblea de Catalunya l’any 1971, prèvia a la recuperació de la Generalitat, amb caràcter provisional, amb la tornada el 1977 del seu president a l’exili. En la transició democràtica, i en el context del nou sistema autonomista definit per la constitució espanyola del 1978, el poble de Catalunya aprovà mitjançant referèndum l’Estatut d’Autonomia de Catalunya el 1979, i celebrà les primeres eleccions al Parlament de Catalunya el 1980.

Els darrers anys, en la via de l’aprofundiment democràtic, una majoria de les forces polítiques i socials catalanes han impulsat mesures de transformació del marc polític i jurídic. La més recent, concretada en el procés de reforma de l’Estatut d’Autonomia de Catalunya iniciat pel parlament l’any 2005. Les dificultats i negatives de les institucions de l’estat espanyol, entre les quals cal destacar la sentència del Tribunal Constitucional 31/2010, comporten una negativa radical a l’evolució democràtica de les voluntats col•lectives del poble català dins l’estat espanyol i crea les bases per a una involució en l’autogovern, que avui s’expressa amb total claredat en els aspectes polítics, competencials, financers, socials, culturals i lingüístics.

D’unes quantes maneres, el poble de Catalunya ha expressat la voluntat de superar l’actual situació de bloqueig en el si de l’estat espanyol. Les manifestacions multitudinàries del 10 del juliol del 2010, amb el lema «Som una nació, nosaltres decidim», i la de l’11de setembre del 2012, amb el lema «Catalunya nou estat d’Europa», són expressió del rebuig de la ciutadania envers la manca de respecte a les decisions del poble de Catalunya.

Amb data 27 de setembre de 2012, mitjançant la resolució 742/IX, el Parlament de Catalunya constatà la necessitat que el poble de Catalunya pogués determinar lliurement i democràticament el seu futur col·lectiu mitjançant una consulta. Les darreres eleccions al Parlament de Catalunya del 25 de novembre de 2012 han expressat i confirmat aquesta voluntat de manera clara i inequívoca.

Per tal de portar a terme aquest procés, el Parlament de Catalunya, reunit en la primera sessió de la X legislatura, i en representació de la voluntat de la ciutadania de Catalunya expressada democràticament a les darreres eleccions, formula la següent declaració de sobirania i el dret de decidir del poble de Catalunya.

Declaració de sobirania i el dret de decidir del poble de Catalunya

D’acord amb la voluntat majoritària expressada democràticament pel poble de Catalunya, el Parlament de Catalunya acorda iniciar el procés per fer efectiu l’exercici del dret de decidir per tal que els ciutadans i les ciutadanes de Catalunya puguin decidir el seu futur polític col•lectiu, d’acord amb els principis següents:

— Sobirania. El poble de Catalunya té, per raons de legitimitat democràtica, caràcter de subjecte polític i jurídic sobirà.

— Legitimitat democràtica. El procés de l’exercici del dret de decidir serà escrupolosament democràtic, garantint especialment la pluralitat d’opcions i el respecte per totes, a través de la deliberació i el diàleg en el si de la societat catalana, amb l’objectiu que el pronunciament que en resulti sigui l’expressió majoritària de la voluntat popular, que serà el garant fonamental del dret de decidir.

— Transparència. Es facilitaran totes les eines necessàries perquè el conjunt de la població i la societat civil catalana tinguin tota la informació i el coneixement precís per a l’exercici del dret de decidir i se’n promogui la participació en el procés.

— Diàleg. Es dialogarà i es negociarà amb l’estat espanyol, les institucions europees i el conjunt de la comunitat internacional.

— Cohesió social. Es garantirà la cohesió social i territorial del país i la voluntat expressada moltes vegades per la societat catalana de mantenir Catalunya com un sol poble.

— Europeisme. Es defensaran i promouran els principis fundacionals de la Unió Europea, particularment els drets fonamentals dels ciutadans, la democràcia, el compromís amb l’estat del benestar, la solidaritat entre els pobles d’Europa i l’aposta pel progrés econòmic, social i cultural.

— Legalitat. S’utilitzaran tots els marcs legals existents per fer efectiu l’enfortiment democràtic i l’exercici del dret de decidir.

— Paper principal del parlament. El parlament, com a institució que representa el poble de Catalunya, té un paper principal en aquest procés i, per tant, s’hauran d’acordar i concretar els mecanismes i les dinàmiques de treball que garanteixin aquest principi.

— Participació. El Parlament de Catalunya i el Govern de la Generalitat han de fer partícips actius en tot aquest procés el món local, i el màxim nombre de forces polítiques, agents econòmics i socials, i entitats culturals i cíviques del nostre país, i concretar els mecanismes que garanteixin aquest principi.

El Parlament de Catalunya encoratja el conjunt de ciutadans i ciutadanes a ser actius i protagonistes d’aquest procés democràtic de l’exercici del dret de decidir del poble de Catalunya.

Palau del parlament, 22 de gener de 2013